En este último año he ido varias veces al
dentista para hacerme una intervención que hace tiempo tenía en mente: quitarme
las amalgamas de mercurio. Mi odontóloga, una profesional extraordinaria, tanto
en humanidad como en destreza, ha hecho una obra de arte con mi boca. No sólo
me ha sustituido las amalgamas por otras de material de calidad, sin
bisfenol ni otros componentes tóxicos, sino que me ha hecho un lavado a fondo,
quitándome el ennegrecimiento que me habían provocado unos suplementos de
hierro que tomé durante un tiempo.
La semana pasada fue la última sesión de este
proceso. Cuando llegué a casa, abrí la boca ante el espejo, en el lavabo, y me
dije: ¡Una boca de cine! Exagero, no es perfecta, pues mis dientes tienen
su forma peculiar y sus irregularidades, pero ahora sí puedo decir que toda
ella está sana, limpia, pulida y sin focos de toxicidad entre las muelas. ¡Boca
nueva!
Sentir la boca limpia y reparada da una
sensación de bienestar. Y también es importante para la salud: ¡la digestión
empieza ahí! Tener una boca limpia y unos dientes sanos es como tener la
batería de cocina y los cubiertos en buen estado.
Las amalgamas de
mercurio entrañan otros riesgos para la salud. Lo explicaré a continuación,
de forma resumida. Y después, las reflexiones que me ha despertado el hecho de
tener la boca renovada...
Riegos de las amalgamas
Ya hace muchos años que el mercurio genera polémica. Que es tóxico para la salud nadie lo pone en duda; que las amalgamas sean
un peligro es otro asunto. Algunos países las han prohibido. Se ha dicho que la
Unión Europea las va a prohibir
a partir de este año. En otros lugares, como en España, muchos dentistas
aseguran que los empastes con mercurio, si se hacen bien, no suponen un peligro
para el paciente (leer esta
entrada del Colegio Catalán de Odontólogos). En la Asociación de Mercuriados
―personas que han sufrido las consecuencias de la intoxicación por mercurio―
piensan de otro modo. Esta entrevista
de la Vanguardia a su presidente resulta muy esclarecedora.
Sopesando pros y contras, y en vista que la
intoxicación lenta y progresiva por mercurio puede producir daños importantes a
largo plazo, decidí retirarme mis amalgamas. Eso sí, de manos de una odontóloga
de confianza que sigue un riguroso protocolo para evitar contaminaciones
durante el proceso. Además de utilizar guantes especiales, mascarilla, y
proteger tu boca, cada vez que me he quitado un empaste me ha revestido con una
especie de “traje de astronauta”. Después, pastilla de carbón y toma de
suplementos durante un tiempo para eliminar cualquier resto de mercurio que
pueda haberse infiltrado en el organismo. Los de alga chlorella son estupendos,
y también existe un preparado homeopático para estos casos, el Mercurius Solubilis, que se encuentra en
farmacias.
Si no tienes ningún síntoma extraño y tus
amalgamas de mercurio están en buen estado, posiblemente tu dentista te
aconseje no tocarlas y te tranquilice: no hay riesgos. Pero si sufres algún
problema de salud “inexplicable”, desde trastornos digestivos, pérdida de
memoria, mareos, vértigos, dolores... Quién sabe. Quizás la presencia de
mercurio en tu boca puede ser parte de la explicación. No lo descartes.
Infórmate bien... y decide.
Amalgamas de mercurio, sustituidas por otras sin este mineral.
Lecciones de una boca renovada
Pensando cuántos años he pasado con mis
amalgamas de mercurio, contaminando lentamente mi organismo, me he dado cuenta
de que el proceso que ha sufrido mi boca es un reflejo de mi vida. De la misma
manera que he sanado mi boca, también puedo terminar de sanar otros aspectos de
mi vida. ¡Lecciones de unos dientes!
Creo que he heredado en parte la buena
dentadura de mi madre (aunque la suya es increíble, fuerte y de una simetría casi
perfecta). Pero desde niña tuve problemas de caries. ¿Por qué? Por el mucho
dulce que comía y por insuficiente higiene. El caso es que antes de los diez
años ya tenía dos muelas picadas y recuerdo que me tuvieron que hacer dos
empastes. En aquellos años, sin anestesia, con el olor a cuerno quemado y el
ruido estridente del torno, la experiencia fue tan traumática y le cogí tanto
miedo al dentista que me prometí que jamás tendrían que empastarme una sola
muela. Algo más tarde me tuvieron que rellenar otra. Pero desde entonces me
acostumbré a cepillarme los dientes después de cada comida, y le puse tanto
empeño que ese hábito no me ha abandonado jamás, y logré mi propósito. Esos
tres primeros empastes han sido los únicos que he tenido. ¡Los he conservado durante
más de treinta años!
Pero eran de amalgama de mercurio, que era lo
que se ponía en aquella época. Así que los empastes, silenciosamente, han
estado envenenando mi sangre, aunque quizás en cantidades mínimas. Nunca sabré
hasta qué punto me han dañado la salud. Sean cuales sean sus consecuencias, he
frenado esto.
Pienso que esas caries por exceso de dulce
reflejan también mi vida interior. Todos tenemos alguna carencia emocional,
alguna hambre escondida que nos aqueja por dentro, y el dulce es un paliativo fantástico
para la mayoría de personas. Es verdad que los hábitos familiares también
pesan, y la adicción al dulce es algo que se contagia y se hereda, ¡bien lo sé!
¡Nunca más al dentista! Eso me prometí cuando era niña...
Los empastes de mercurio son remedios
necesarios, pero no dejan de tener consecuencias. Un remedio puede convertirse
en un problema, con el tiempo. En lo emocional sucede lo mismo. Todos
desarrollamos estrategias mentales y emocionales para sobrevivir al dolor y a
los golpes que nos da la vida. Esas tácticas se traducen en actitudes, creencias
y formas de actuar que nos protegen y nos hacen fuertes, aparentemente. Pero
con el paso del tiempo nos atan, nos impiden crecer y merman nuestra calidad de
vida. Las corazas nos esclavizan. Las creencias nos limitan, los miedos nos
paralizan... Lo curioso es que, a veces, esos mecanismos de defensa que
desarrollamos son lo más contrario a nuestra forma de ser genuina. Nos ponemos
encima una máscara protectora que no tiene nada que ver con lo que realmente
somos.
Y esto nos hace daño. Hasta que, con el paso
de los años, vamos madurando, nos vamos despojando de máscaras y muletas y
descubrimos esa niña que fuimos y que nunca dejamos de ser, ese yo auténtico
que pide crecer y salir a la luz. A veces necesitamos darnos un golpe fuerte
para reaccionar y cambiar: una enfermedad, un accidente, una separación o una
pérdida... En mi caso, fue mi barriga la que me avisó y me ayudó, ¡con
operación e ingreso hospitalario incluidos! El 2 de enero de 2016 puedo decir
que volví a nacer... Y aún estoy dando los primeros pasos.
Sacarse las amalgamas de mercurio es terminar
con un foco de intoxicación en el cuerpo. Pues bien, liberarse de esos
mecanismos protectores que acaban aprisionándonos y envenenando nuestra psique
es una limpieza interior que tarde o temprano necesitaremos emprender. A menos
que queramos envejecer cada vez más débiles, más deprimidos, más amargados.
Hoy me miro la boca tan limpia, tan sana, y me
pregunto: ¿qué amalgamas «mentales» debo sacar de mí? No me falta nada para ser
completa y feliz... ¿Qué me sobra?
Recuperar la sonrisa sana... y la alegría del niño que todos hemos sido.
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