viernes, 26 de octubre de 2018

Amalgamas de mercurio


En este último año he ido varias veces al dentista para hacerme una intervención que hace tiempo tenía en mente: quitarme las amalgamas de mercurio. Mi odontóloga, una profesional extraordinaria, tanto en humanidad como en destreza, ha hecho una obra de arte con mi boca. No sólo me ha sustituido las amalgamas por otras de material de calidad, sin bisfenol ni otros componentes tóxicos, sino que me ha hecho un lavado a fondo, quitándome el ennegrecimiento que me habían provocado unos suplementos de hierro que tomé durante un tiempo.

La semana pasada fue la última sesión de este proceso. Cuando llegué a casa, abrí la boca ante el espejo, en el lavabo, y me dije: ¡Una boca de cine! Exagero, no es perfecta, pues mis dientes tienen su forma peculiar y sus irregularidades, pero ahora sí puedo decir que toda ella está sana, limpia, pulida y sin focos de toxicidad entre las muelas. ¡Boca nueva!

Sentir la boca limpia y reparada da una sensación de bienestar. Y también es importante para la salud: ¡la digestión empieza ahí! Tener una boca limpia y unos dientes sanos es como tener la batería de cocina y los cubiertos en buen estado.

Las amalgamas de mercurio entrañan otros riesgos para la salud. Lo explicaré a continuación, de forma resumida. Y después, las reflexiones que me ha despertado el hecho de tener la boca renovada...

Riegos de las amalgamas


Ya hace muchos años que el mercurio genera polémica. Que es tóxico para la salud nadie lo pone en duda; que las amalgamas sean un peligro es otro asunto. Algunos países las han prohibido. Se ha dicho que la Unión Europea las va a prohibir a partir de este año. En otros lugares, como en España, muchos dentistas aseguran que los empastes con mercurio, si se hacen bien, no suponen un peligro para el paciente (leer esta entrada del Colegio Catalán de Odontólogos). En la Asociación de Mercuriados ―personas que han sufrido las consecuencias de la intoxicación por mercurio― piensan de otro modo. Esta entrevista de la Vanguardia a su presidente resulta muy esclarecedora.

Sopesando pros y contras, y en vista que la intoxicación lenta y progresiva por mercurio puede producir daños importantes a largo plazo, decidí retirarme mis amalgamas. Eso sí, de manos de una odontóloga de confianza que sigue un riguroso protocolo para evitar contaminaciones durante el proceso. Además de utilizar guantes especiales, mascarilla, y proteger tu boca, cada vez que me he quitado un empaste me ha revestido con una especie de “traje de astronauta”. Después, pastilla de carbón y toma de suplementos durante un tiempo para eliminar cualquier resto de mercurio que pueda haberse infiltrado en el organismo. Los de alga chlorella son estupendos, y también existe un preparado homeopático para estos casos, el Mercurius Solubilis, que se encuentra en farmacias.

Si no tienes ningún síntoma extraño y tus amalgamas de mercurio están en buen estado, posiblemente tu dentista te aconseje no tocarlas y te tranquilice: no hay riesgos. Pero si sufres algún problema de salud “inexplicable”, desde trastornos digestivos, pérdida de memoria, mareos, vértigos, dolores... Quién sabe. Quizás la presencia de mercurio en tu boca puede ser parte de la explicación. No lo descartes. Infórmate bien... y decide.

Amalgamas de mercurio, sustituidas por otras sin este mineral.

Lecciones de una boca renovada


Pensando cuántos años he pasado con mis amalgamas de mercurio, contaminando lentamente mi organismo, me he dado cuenta de que el proceso que ha sufrido mi boca es un reflejo de mi vida. De la misma manera que he sanado mi boca, también puedo terminar de sanar otros aspectos de mi vida. ¡Lecciones de unos dientes!

Creo que he heredado en parte la buena dentadura de mi madre (aunque la suya es increíble, fuerte y de una simetría casi perfecta). Pero desde niña tuve problemas de caries. ¿Por qué? Por el mucho dulce que comía y por insuficiente higiene. El caso es que antes de los diez años ya tenía dos muelas picadas y recuerdo que me tuvieron que hacer dos empastes. En aquellos años, sin anestesia, con el olor a cuerno quemado y el ruido estridente del torno, la experiencia fue tan traumática y le cogí tanto miedo al dentista que me prometí que jamás tendrían que empastarme una sola muela. Algo más tarde me tuvieron que rellenar otra. Pero desde entonces me acostumbré a cepillarme los dientes después de cada comida, y le puse tanto empeño que ese hábito no me ha abandonado jamás, y logré mi propósito. Esos tres primeros empastes han sido los únicos que he tenido. ¡Los he conservado durante más de treinta años!

Pero eran de amalgama de mercurio, que era lo que se ponía en aquella época. Así que los empastes, silenciosamente, han estado envenenando mi sangre, aunque quizás en cantidades mínimas. Nunca sabré hasta qué punto me han dañado la salud. Sean cuales sean sus consecuencias, he frenado esto.

Pienso que esas caries por exceso de dulce reflejan también mi vida interior. Todos tenemos alguna carencia emocional, alguna hambre escondida que nos aqueja por dentro, y el dulce es un paliativo fantástico para la mayoría de personas. Es verdad que los hábitos familiares también pesan, y la adicción al dulce es algo que se contagia y se hereda, ¡bien lo sé!

¡Nunca más al dentista! Eso me prometí cuando era niña...

Los empastes de mercurio son remedios necesarios, pero no dejan de tener consecuencias. Un remedio puede convertirse en un problema, con el tiempo. En lo emocional sucede lo mismo. Todos desarrollamos estrategias mentales y emocionales para sobrevivir al dolor y a los golpes que nos da la vida. Esas tácticas se traducen en actitudes, creencias y formas de actuar que nos protegen y nos hacen fuertes, aparentemente. Pero con el paso del tiempo nos atan, nos impiden crecer y merman nuestra calidad de vida. Las corazas nos esclavizan. Las creencias nos limitan, los miedos nos paralizan... Lo curioso es que, a veces, esos mecanismos de defensa que desarrollamos son lo más contrario a nuestra forma de ser genuina. Nos ponemos encima una máscara protectora que no tiene nada que ver con lo que realmente somos.

Y esto nos hace daño. Hasta que, con el paso de los años, vamos madurando, nos vamos despojando de máscaras y muletas y descubrimos esa niña que fuimos y que nunca dejamos de ser, ese yo auténtico que pide crecer y salir a la luz. A veces necesitamos darnos un golpe fuerte para reaccionar y cambiar: una enfermedad, un accidente, una separación o una pérdida... En mi caso, fue mi barriga la que me avisó y me ayudó, ¡con operación e ingreso hospitalario incluidos! El 2 de enero de 2016 puedo decir que volví a nacer... Y aún estoy dando los primeros pasos.

Sacarse las amalgamas de mercurio es terminar con un foco de intoxicación en el cuerpo. Pues bien, liberarse de esos mecanismos protectores que acaban aprisionándonos y envenenando nuestra psique es una limpieza interior que tarde o temprano necesitaremos emprender. A menos que queramos envejecer cada vez más débiles, más deprimidos, más amargados.

Hoy me miro la boca tan limpia, tan sana, y me pregunto: ¿qué amalgamas «mentales» debo sacar de mí? No me falta nada para ser completa y feliz... ¿Qué me sobra?

Recuperar la sonrisa sana... y la alegría del niño que todos hemos sido.

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