viernes, 23 de marzo de 2018

Dos mentores... desde el más allá - 1

En los últimos años he visto morir a dos amigos a quienes quería. Son dos personas muy especiales que recuerdo a menudo, quizás más ahora que cuando estaban vivos en esta Tierra… A veces pienso que, desde el más allá, son dos estrellas que tienen algo que recordarme. Sus vidas y sus prematuras muertes ―los dos murieron jóvenes― se han convertido en lecciones importantes para mí.

Pienso en ellos, rememoro sus rostros, su sonrisa, su voz. Les hablo y me vienen lágrimas a los ojos. Gracias, les digo. No solo por su amistad, sino por lo que he están enseñando desde el más allá. Una lección dolorosa, ¡se cobró sus víctimas! Pero quizás por eso aún más valiosa.

Persiguiendo un ideal


Susana era una mujer creativa, emprendedora e idealista. Ha dejado a su paso una multitud de amigos que la admiran y gracias a ella muchísimas personas hemos conectado y trabado amistad. Desde muy joven quiso dedicar su vida a mejorar el mundo y a trabajar por los demás. Un matrimonio fallido y una enfermedad letal la golpearon pero no se rindió. Logró superar los peores pronósticos médicos y creó una asociación de ayuda a pacientes de esta dolencia. Más tarde tuvo que dejarla. Volvió a casarse y emprendió con su nuevo esposo otra hermosa aventura: restaurar un pueblecito abandonado de los Pirineos para convertirlo en un lugar de reposo, convivencia, crecimiento personal y vida sana en contacto con la naturaleza. Tampoco pudo ver culminado este proyecto, que su pareja continúa con esfuerzo… Su frágil salud la fue minando y, en los últimos años, una infección virulenta acabó agotando su energía y sus deseos de vivir.

La vi por última vez la tarde antes de morir. Hablé con ella, la tomé de la mano durante largo rato y rezamos juntas. Era un delicado esqueleto viviente, con apenas fuerzas para respirar. Semanas atrás habíamos mantenido una larga conversación e intercambiamos algunos mensajes por e-mail. Pese a ser una mujer brillante, con miles de contactos, estaba sola. Se había distanciado de su marido y ya no vivían juntos. Se negaba a seguir tratamiento médico alguno, apenas comía y no quería ir a casa de sus padres. Confiaba en algunos remedios naturales y en la fuerza de su espíritu indomable… Me pidió que fuera a vivir con ella y la cuidara. ¡Cómo me dolió aquella petición! No podía decirle que sí, ni quise explicarle que yo también estaba viviendo un proceso de cambio y de lucha por recuperar mi salud. Le ofrecí alternativas, le sugerí que regresara al hogar familiar. Se resistió y, con pena y suavidad, dijo que entendía mi negativa. Me dijo, también, que nadie había respondido a su petición de ayuda.

Una semana después, aconsejada por su terapeuta de confianza, volvió con sus padres. Los que siempre tuvieron las puertas abiertas para ella. Los que la cuidaron, con mimo y delicadeza extremos, hasta que murió. La respetaron tanto que, con el corazón roto y en contra de sus propias convicciones, no la llevaron al hospital. El día que murió sus hermanas comentaban, destrozadas, que habían cumplido hasta el último momento la voluntad de Susana. Dos días antes ella decía que tenía esperanza, que quería vivir… Pero su voluntad la llevó a morir. Al menos, eso sí, murió rodeada de amor.

Susana era ―es― una mujer extraordinaria y paradójica. Con su innato don de gentes, su simpatía y una sonrisa contagiosa, una de sus amigas la definía como un diamante, resplandeciente, irisado, luminoso… Susana tenía una firmeza ―¿dureza?― que la hacía pertinaz y luchadora, pero a la vez, pienso, quizás pertrechó su corazón. Ella decía que quería liberarse de todos los patrones mentales que podían esclavizarla: culturales, familiares, ideológicos… ¿Quizás no supo ver que era presa de otro patrón invisible, de su propia creación? Inquieta espiritualmente, leyó muchísimo sobre diversas tradiciones religiosas y seguía con fervor las enseñanzas de un maestro hindú. ¿Valoró demasiado el alma y se olvidó de su cuerpo? Una vez se lo insinué y lo negó. Me dijo que cuidaba muchísimo de su cuerpo, por eso rechazaba la medicina convencional y quería acogerse a los mejores remedios naturales. ¿Creyó que su destino, o su karma, o la voluntad de Dios, era sufrir sin ver sus sueños hechos realidad? Un día, rezando juntas en una capilla, intenté animarla diciéndole que Dios no ama el sufrimiento absurdo, ni quiere que padezcamos porque sí. ¡Él anhela nuestra plenitud! No sé si llegó a creerlo, o si mis palabras le resbalaron. Cuando la enfermedad o el dolor son muy grandes, incluso la energía espiritual se resiente y el alma flaquea. ¿Se rindió?

Susana, hoy pienso en ti. Recojo, como tantos otros amigos, los tesoros que nos dejaste y que nunca perecerán. El valor del altruismo, tu inagotable creatividad, tu capacidad de conectar, tu empatía, tu corazón grande… Tu anhelo de perfección, de belleza, de plenitud. Y aprendo de tu caída, porque quizás yo estuve a punto de resbalar por ese abismo sin fondo. Aprendo que la espiritualidad es importante, pero que el cuidado físico también lo es. Aprendo que liberarse de patrones es bueno, pero que la mayor esclavitud puede estar en nosotros mismos, sin saberlo. Aprendo que a veces necesitamos apearnos de nuestras propias creencias y fiarnos de los demás, aunque no compartamos sus ideas. Aprendo que dejarse ayudar no es recibir la ayuda tal como la queremos, sino tal como la necesitamos, aunque duela o moleste, como una medicina amarga. Aprendo que no podemos romper con los seres queridos, ni con los padres, ni con nuestra familia, porque aunque volemos lejos del nido siempre serán nuestras raíces, y de ellas nos nutrimos.

Susana, allá donde estés, aún veo tu sonrisa, oigo tu voz y te envío un abrazo. Gracias por lo que me diste. Gracias por lo que me has enseñado. La muerte es una maestra poderosa. No lo olvidaré.

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