A estas alturas muchos de vosotros sabéis que
el intestino grueso es más que un saco de heces o un tubo de expulsión de
desechos. ¿Sabéis cuánto tiempo pasa la comida en el estómago? Unas dos horas,
si no hay problemas. ¿Cuánto tiempo en el intestino delgado? Si las cosa van
bien, otras dos horas. ¿Cuánto tiempo pasa el bolo restante en el intestino
grueso? En circunstancias normales, una media de doce horas. Sí, has oído bien,
doce. ¿Qué hace el bolo tanto tiempo ahí?
El intestino grueso está formado por tres
tramos que forman como una U invertida: el colon, el transverso y el recto. Es
el hogar de cien mil millones de seres microscópicos, una selva con más de dos
mil especies, muchas de las cuales todavía se están descubriendo y cuyas
funciones se desconocen. Entre ellas hay bacterias, hongos y levaduras, e
incluso algunos virus.
Tenemos más bichos que células en el cuerpo:
por cada célula, más de cien inquilinos con un ADN diferente al nuestro.
Habréis oído quizás expresiones como esta: somos un ecosistema, una colonia de
bacterias, una simbiosis de flora y fauna diversa...
Toda esa población ―llamada microbiota o
microbioma― está ahí por algo. Ha evolucionado con nosotros durante cientos de
miles de años y no son meros parásitos. Son nuestros compañeros ignorados y hay
que cuidarlos bien.
De la paz en ese reino bacteriano depende la
paz digestiva y la salud de nuestro cuerpo, así de claro. Cada vez hay más
investigaciones que demuestran que nuestra condición física depende del
equilibrio de este ecosistema.
Pero bueno, ¿qué hacen todos esos bichitos ahí
adentro? Pues como todo ser vivo: nacer, comer, reproducirse, morir... ¡y
trabajar! Nuestro intestino grueso es una tremenda fábrica de nutrientes y
componentes indispensables para nuestra salud. Muchas vitaminas, ácidos grasos
y neurotransmisores se producen allí. ¿Quiénes los fabrican? Las bacterias. Con
qué: con lo que comen. Y lo que comen es, básicamente, ¡fibra! Mucha, mucha
fibra. Aunque algunas comen otros restos, como proteínas y grasas.
Panorama
ideal: una microbiota sana, pujante, variada y con un
equilibrio de especies, como cualquier bosque o selva del planeta. Cuanto más
variada sea la fauna, mejor. Cada bicho se nutre adecuadamente, convive
pacíficamente con sus vecinos y hace su tarea.
Panorama
desastroso: una microbiota devastada, con pocas
especies. Unas proliferan en exceso, otras están en peligro de extinción. Unas
comen demasiado y medran, otras se mueren de hambre. Las que dominan no hacen
más que extenderse sin fin... Las que agonizan ya no pueden trabajar bien ni
producir esos nutrientes que necesitamos. A esto se le llama disbiosis. El
desequilibrio empeora y nuestra salud se va minando.
¿Cómo
sabemos que hay disbiosis? Los síntomas más evidentes
de la guerra intestina son claros: hinchazón, dolor, gases, evacuaciones
irregulares (estreñimiento, diarrea o alternancia de ambas). A veces, incluso
sangre en las heces, cuando el pobre colon ya está irritado, deforme, lleno de
pólipos y heridas internas. El estadio peor sería el cáncer. Las colonoscopias con biopsia suelen ser las pruebas más indicadas para examinar el estado de nuesto
intestino si se sospechan alteraciones importantes.
Pero hay otros síntomas más sutiles. Hay
personas que no sufren molestias digestivas aparentemente. Pero puede ser que
sufran enfermedades autoinmunes,
como artritis, diabetes, soriasis o hipotiroidismo. Puede ser que padezcan
carencias nutricionales, incluso trastornos psíquicos, y nadie sabe muy bien
por qué. La causa muchas veces está ahí, en esa preciosa selva amenazada. La
situación recuerda un poco lo que, en grande, ocurre en el planeta Tierra,
¿verdad?
¿Qué está ocurriendo en nuestro ecosistema
interior?
¿Estamos dando suficiente alimento (o sea,
fibra natural) a nuestras amigas las bacterias?
Seguiré hablando de esto.
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