Llegamos a la madre del cordero. El intestino delgado es
lo más profundo de nuestras entrañas, ahí se cuecen buena parte de los
problemas.
Para situarnos un poco, el intestino delgado
es un tubo de unos 6 metros de largo formado por un tejido finísimo, protegido
por una mucosa y fruncido en miles de pequeños salientes llamados vellosidades.
A su vez, cada vellosidad está formada por unos cuantos microvellos, que son
como las hebras de un cepillo o terciopelo y contienen fibras de proteínas que
permiten el paso de las sustancias nutritivas hacia la sangre. La superficie
total de absorción del intestino delgado es de unos 330 metros cuadrados, ¡una
cancha de tenis! Todo esto lo tenemos bien enrolladito en nuestra cavidad
abdominal. Tiene tres tramos: el duodeno, el yeyuno y el íleon.
Veamos la situación ideal: si el alimento ha
sido bien procesado en la boca y desmenuzado en el estómago, la papilla que
llega al intestino delgado está casi lista para ser asimilada. En el intestino
delgado tienen lugar tres funciones indispensables.
La primera: se terminan de digerir las grasas con la bilis y los
jugos pancreáticos. Además, la bilis y estos jugos bajan la acidez de la papilla
estomacal, que podría corroer el intestino.
Segunda función: hacer de puerta. Los microvellos actúan de filtro y dejan pasar los
nutrientes al torrente sanguíneo. De la sangre pasarán al hígado, donde se
filtrarán posibles tóxicos, y de allí a las células del cuerpo. Por tanto, en
el intestino delgado tiene lugar la asimilación de los nutrientes. De su buen
funcionamiento depende que estemos bien alimentados.
Tercera función: hacer de barrera. Las vellosidades intestinales sanas, igual que dejan pasar
los nutrientes, detienen lo que no debe pasar a la sangre. ¿Qué no debe pasar?
Proteínas indigeribles no desmenuzadas, bacterias, hongos, tóxicos...
Lo que no es filtrado a la sangre es empujado,
mediante los movimientos peristálticos, hacia el colon, donde tendrán lugar
otros interesantes procesos. Ya hablaremos de ellos.
Bien, este es el panorama ideal. Si digerimos
bien, todo este proceso lo haremos felizmente, sin enterarnos y sin molestias,
en unas dos o tres horas. Pero... ¿qué ocurre si el intestino delgado no está
en buenas condiciones?
Problema número uno: la bilis y la vesícula
Podemos tener el hígado vago, congestionado,
cansado, graso, enfermo... con lo que la secreción de bilis será deficiente. La
vesícula también puede estar inflamada. Si no llega la cantidad correcta de
bilis al intestino, no se terminará bien la digestión de las grasas. Y si además
la papilla que llega del estómago no está bien digerida, el hígado y la
vesícula tendrán más faena. Si no cumplen bien su cometido, la papilla no se
digerirá bien y el filtro intestinal se las verá con comida que no puede procesar,
o que irrita los vellos y los rasga, dejando pasar a la sangre partículas
grandes sin digerir, que van a disparar la alarma del sistema inmune.
¡Comenzaron los problemas!
Problema número dos: el páncreas
Si comemos demasiados azúcares y grasas de
forma regular, el páncreas se va a agotar y deteriorar. ¿Por qué? Porque el
páncreas segrega la insulina, encargada de distribuir tanto los azúcares como
las grasas. Además, otros jugos pancreáticos responsables de terminar de
digerir los lípidos y los carbohidratos serán necesarios en mayor cantidad.
Como todo órgano, si el páncreas pasa años a marchas forzadas, se inflamará y
segregará pocos jugos. Esto no ayuda a la digestión.
Si, además, el páncreas está enfermo por
diabetes, ¡peor aún!
Continuará.